Ese es un demonio, decían, se le metió adentro por las ideas y para salir de eso tiene que tocarlo el mismísimo Dios.

 - La otra vez quiso tocar a mi hija –contaba una gorda con licras en la cola-. La quería tocar y no pude soportarlo, le di un empujón y se fue como un niño regañado, pidiendo perdón y haciendo reverencia. Qué forma tan extraña de pedir perdón y hacer reverencias. Inclinaba el cuerpo hacia adelante y bajaba la cabeza.


Lo recuerdo años atrás, parado en un semáforo limpiando parabrisas con un trapo sucio, algunos conductores le daban algo de dinero para que se alejara, y el hombre juntaba las manos y agradecía como un japonés, bajando la cabeza. Qué forma tan extraña.
En estos tiempos de colas en todas partes, camina de un lado a otro con su mano bien abierta mientras escucha cosas como esas. Que es un demonio, que se le metió adentro por sus ideas y no se salva sin el toque del mismísimo Dios en persona.
Sigue pasando por la cola. De uno a uno va abordando pero nada recibe, algunas veces ni una mirada. La gente lo desprecia sin siquiera verlo. Supongo que lo han  hecho tantas veces que ya no le importa, pero alguna vez debió doler mucho recibir el desprecio de la gente.
Él es sólo un reflejo de cada uno de nosotros, haciendo esta cola, cualquiera de nosotros lo refleja. Simples y obedientes a un sistema que colapsa sobre sí mismo; respetando un mercado, un Dios y un modelo que se dinamita a sí mismo. Mansos y obedientes, uno detrás del otro con la paciencia justa de quien no cree merecer nada, menos aun aquello por lo que ha trabajado.
Es un reflejo que nosotros no hemos visto y no vemos. Fracasamos. Los que vinieron antes lo hicieron y nosotros también, y tal vez quienes vengan después también fracasarán.
Este hombre se saca los zapatos y camina descalzo sobre el suelo de adoquines. El bulevar completo lo desprecia, lo árboles, las palomas, los perros. Se detiene frente a la estatua viviente del campesino y juega a cortar la maleza con su machete imaginario. No le interesó nunca el hombre se sociedad con su sombrero, ni el mimo que se reía solo delante de una niña que lloraba, aferrada con las uñas a la manga del saco de su madre.
Inocente suelta un billete en la caja vacía y la estatua del campesino comienza a moverse. Charapo en mano comienza a cortar una maleza imaginaria mientras el hombre, zapatos en mano, sonríe con fervorosa alegría y juega con la estatua viviente del bulevar. Hoy miércoles, mientras venden alimentos regulados a los terminales 2 y 3 en nuestra cédula de identidad.